viernes, 25 de junio de 2010

LA VIDA ES SUEÑO

EL FANTASMA DE LA LIBERTAD

La condición del poder en la obra de Calderón me produce una serie de dudas y cuestionamientos. Primero cabe definir exactamente el concepto de tiranía del que Calderón hace uso, y las implicaciones de las consideraciones éticas que se implican. Los tiranos de La vida es sueño, es decir los dos reyes, ¿reaccionan de manera realmente despreciable? Su pecado es el de negar la libertad a los hombres, pero de pronto surgen cuestiones más profundas: el encierro y el control como método de represión de una fuerza oscura. Esto no sólo implica hablar de cárceles y manicomios, puesto que cavando más profundo, uno puede ver que las prisiones son solamente la metáfora de la civilización que las crea. La cultura y la sociedad son por definición órganos de presión sobre la oscuridad de la naturaleza humana, el llamado contrato social. Para salvarnos los unos de los otros, requerimos el pacto según el cual nos organizamos para vivir. Es difícil saber si la represión de nuestra naturaleza primaria y oscura nos permite progresar como especie o si, por el contrario, es un engaño de los intereses privados para mantenernos sometidos. Sin embargo éste tópico y consabido concepto del contrato social resuena a través de toda la trama. Basilio como metáfora de la sociedad humana, la cultura y el superego, Segismundo como instinto que lucha por salir y poseer la vida en toda su intensidad y fiereza. Todos comprendemos a Segismundo porque somos Segismundo, es decir, presos que ignoran las razones de su encierro, pero que saben que son esclavos, sísifos que empujan por una colina la carga de su propio interrogante.

La cuestión principal es entonces la represión de la libertad, tal y como se aclara a través del soliloquio introductorio de Segismundo. Las contradicciones sobre la libertad y la vida son muchas, esta es por un lado anhelo de todos los hombres, pero posibilidad sólo para unos pocos. Además, ¿qué sentido puede tener la libertad si esta se malversa y es utilizada contra la vida? Segismundo consigue su libertad a través de la condescendencia del poder, y entonces todo él es llenado de poder y corrompido. Sin embargo, al final de la obra, una vez se ha dado de bruces frente al sentido de la responsabilidad- es decir, las riendas que para el caballo salvaje- la actitud de Segismundo pasa a ser la del rey piadoso, que perdona a su padre, y sin embargo al final acaba por encerrar al mismo hombre que lo ha liberado. Segismundo es a la vez libertad, razón y tiranía: se ha convertido en su padre, en un negador de libertad, pero a la vez, en un hombre civilizado. Otra vez la metáfora del pacto, ejercido por Segismundo consigo mismo y ejecutado sobre el soldado rebelde. Para la preservación de su reino, Segismundo castiga como él fue castigado: otro hombre encerrado en una torre, otro rey seguro de si mismo, ¿qué ha cambiado al final?

Por eso es tan difícil hablar de libertad: es más que una palabra para decorar eslóganes políticos, o aparecer vaga y arbitraria en los discursos de los moralistas, los revolucionarios y los sacerdotes. La libertad es un concepto con una multiplicidad de implicaciones, y parece que no nos hemos puesto de acuerdo todavía. La libertad política y la libertad económica son por ejemplo dos hermanas peleadas, aunque está claro que la segunda está ganando la batalla. Pero hay más, y no caben en los discursos: la libertad existencial, según la cual podemos decidir o estamos configurados como máquinas, esclavos del destino. La libertad personal, según la cual cada uno es capaz de moverse, y no sólo poder elegir, sino saber lo que desea. Ésta última es la más pequeña de las libertades, pero no la menos importante: su conquista es la más profunda y compleja, implica caminar y perderse por el bosque interior, conocerse a si mismo de manera profunda, ser consciente.

Quizá Segismundo en sus noches solitarias sobre el suelo de la celda tuvo tiempo para explorarse por dentro, de tal forma saberse esclavo, y consciente ya, iniciar un camino a la libertad. Pero por más explorar cielo y tierra, por dentro y por fuera, la conciencia pregunta constantemente, y si aún fuera posible colmarla con todos los conocimientos del mundo, la consciencia misma sería otro interrogante irresoluble. El mayor misterio del universo, tal vez: el hecho de que somos seres vivos que saben que están vivos, pero que no saben por qué.


NO DUERME NADIE

"No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda
o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.
Pero no hay olvido, ni sueño:
carne viva. Los besos atan las bocas
en una maraña de venas recientes
y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso
y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros."

- Federico García Lorca, Poeta en Nueva York


Sobre el puente de Brooklyn, Lorca advirtió: "No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!". Y su advertencia arde lentamente en todos, quemando como un fuego sin color a cada paso. La contradicción entre la vida y el sueño es causa de sufrimiento, la contraposición entre la tierra de la materia y la esperanza de un destino más alto, una dudosa pero esperanzadora trascendencia metafísica que inevitablemente nos empuja a vivir bajo la sensación de que hay algo más, difícil definirlo, una fuerza antediluviana, vaga e ilógica, un misterioso caos que siempre nos mantiene en el interrogante, uno que cargamos aquí y allá sin saber nunca donde depositarlo. El sueño no es como la vida, el sueño es siempre camino, siempre de paso, no hay sillas para sentarse a descansar y decir "aquí me quedo": a merced del caos, sólo podemos dejarnos empujar a través de una confusa red de imágenes hiperbólicas, metáforas y sentidos crípticos.

La noción de la vida como sueño no es idea de Calderón, sino una pulsación atávica que lleva existiendo desde que el hombre es hombre: desde tiempos inmemoriales, la relación entre la vigilia y el sueño ha sido sujeta a miles de interpretaciones y lecturas, desde los albores de la filosofía hasta el elemento central de mitologías y rituales alrededor del mundo. Descartes se cuestionaba en sus meditaciones metafísicas si no sería todo una ilusión, un escenario sin banda ni orquesta puesto a su disposición por un genio maligno, un siniestro titiritero que compone para el sujeto una absurda fanfarria de luces.

En la primera escena de cuarto acto de "The Tempest" de Shakespeare, Próspero afirma que al final, todo se disuelve: somos de la materia de la que se hacen los sueños, y nuestras pequeñas vidas acaban en una dormida. En la antigüedad, Plotino hablaba del sueño como manifestación de las emanaciones divinas, herencia que el cabalismo judío supo intergrar acertadamente en su visión del mundo: aquellos reinos superiores accesibles solamente mediante el espíritu, las esferas divinas que la cárcel del cuerpo nos niega, y la libertad del espíritu nos acerca. En otros parajes más exóticos, lejanos de la cultura occidental, dentro de civilizaciones que el antropólogo eurocéntrico tacha de inferiores sociedades tribales, este pensamiento se impone: los nativos americanos, del continente entero, sostenían sus ideas sobre el sueño, las visiones de brujos y chamanes, sueños inspirados a través de la meditación o los rituales con plantas alucinógenas, dictaban el destino y rumbo de la tribu. En el Himalaya, los monjes tibetanos hablan del sueño como una historia que sostiene al mundo entero, y en nuestras antípodas la misteriosa y desconocida cultura aborigen sostiene incluso más: la existencia de dos universos, uno minúsculo y material, sórdido y polvoriento desierto en que vagamos mendigando lluvia, el otro, un tiempo inmenso y circular, un gigantesco ciclo misterioso poblado por criaturas enormes, espíritus, dioses telúricos cuyos nombres son desconocidos, seres primordiales, que viven en un universo que gira indefinido como el humo, en una espiral que es la espuma del tiempo. Éste otro lugar tiene un sentido íntimo que sólo pueden comprender los brujos, ésta otra zona del tiempo, la zona del sueño, es la que verdaderamente constituye el océano en que nuestra pequeña isla de realidad flota a la deriva, se tambalea y nos hace marearnos. Si uno padece el "mal de mer", qué mejor que aprender a dejarse mecer por las olas, acabar convirtiéndose en el océano. Es la misión más alta a la que aspiran los hombres de fe, de cualquier fe, mientras sea verdadera.

Pero hablemos del sueño de Segismundo, un enrevesado engaño de su padre para poner a prueba sus capacidades como rey. El sueño es el lugar en que cada cual se descubre como es, entra desnudo: contra la piedad que nos inspirara Segismundo al principio de la obra, en su sueño de libertad, Segismundo se convierte en un tirano, dispuesto a vengarse de las afrentas cometidas a través de la fuerza y la opresión. De la misma manera que la realidad y el sueño intercambian sus papeles, también lo hacen la víctima y el verdugo: el que antes era el condenado, al realizar su sueño se convierte en el tirano que subyacía bajodebajo, revela su oscura naturaleza.

Aún así, podemos comprenderlo. ¿Quién puede culpar al soñador de estallar contra la realidad? Cada quien carga sus sombras, la de Segismundo es la dura realidad que afronta en su supuesto sueño, el saber que aún siendo libre en teoría, posee todavía la mente del esclavo. Todos los horrores de la vigilia en la torre aparecen en el sueño de nuevo, metamorfoseados bajo otra fachada. La fiereza de su tiranía no es sino lo mismo que la soledad de la torre, pero al otro lado del espejo, con los colores y los espacios invertidos, más o menos como el sueño es el reflejo de la vigilia.

Entonces sólo es posible romper el espejo. Lanzar una piedra contra el muro hasta quebrarlo, para hacer que sean lo mismo el sueño y la vigilia: se da cuenta de que sueña el rey que es rey, y que toda la vida es sueño. La realidad de Segismundo toma aquí su forma final: una vez se han dado la mano ambos lados de la vida, todo parece equilibrarse en un universo frágil: el mayor bien es pequeño, todo es fugaz, apasionado, pero a la vez sombrío e ilusorio. El muro entre dos reinos se derrumba así revelando en todo su esplendor el maravilloso absurdo de la existencia: son verdad sueño y vigilia. Así son todos los hombres a la vez esclavos y tiranos, un extraño pozo de contradicciones irresolubles que se perpetúan generación después de generación, bajo cada cielo y cada luz, no importa en qué pueblo o qué ciudad del mundo.

Hablemos entonces de la historia, puesto que siglos después, Lorca advertía: No es sueño la vida, alerta. No es sueño porque no duerme nadie. Porque bajo los tambores de la guerra y las luces de las ciudades, no duerme nadie. Campanas retumban por todos lugares, para que nadie duerma, para condenarnos a todos a la espantosa vigilia. Por eso los dioses de aquel reino aborigen parecen lejanos, o tal vez ya no están, han hecho las maletas y se han ido lejos de aquí, a otro planeta. Quedan en el insomnio global billones de cadáveres vagando de lado a lado, buscando detrás de las huellas de los dioses algún resquicio de la historia que sostiene al mundo. Pero no duerme nadie, bajo el cielo nadie. Y si acaso entre nadie hay alguno, es un soñador que pronto perderá su casa, su coche y su trabajo, tendrá que mudarse a las cloacas y desde allí volver a soñar, con las manos y las palabras. Soñar desde abajo, poniendo sus pequeños cimientos, insignificantes andamios por los túneles subterráneos, asomándose tímidamente desde las tapas de las cloacas, buscando en la inmensa red subterránea alguna carretera que los lleve lejos. Habrá quien lo consiga, el resto morirá tratando de encontrarla, o morirá porque no la encontró nunca.

El desierto es interminable. El fantasma de la libertad huye, esquivo, de oasis en oasis, donde miles de almas sacian su sed hasta dejarlos secos. Demasiado ruido, demasiada luz, demasiada furia. Y no duerme nadie, bajo el cielo nadie.

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